Texto de la Directora | Director's Note
Llegué a vivir a una vieja casa del centro de Guadalajara cuando tenía 21 años. Un cuarto barato en una casona derruida que compartiría con otros jóvenes me resultó muy atractivo cuando la oportunidad de mudarme se presentó. Hasta un par de gatos venían incluidos, y siempre me gustaron los gatos. Entonces, no imaginaba que, al salir de ahí, cinco años después, sería una persona muy distinta, y que tantas convicciones con que había llegado, se vendrían abajo al enfrentar otras realidades.
Ya entonces, la casa se caía a pedazos. El apego de los inquilinos no fue suficiente para mantener el lugar que, tras varias generaciones, dejó de significar para los propietarios, en una ciudad donde un viejo barrio pintoresco y su historia no son importantes. Pero para quienes recientemente la habitamos, los pequeños relieves, una vez un lujo, las viejas y rotas lozas, una fecha lejana en la fachada -1927-, están impresas en la memoria como el escenario que nos vio convertirnos en adultos. Adolescentes tardíos todos, radicalmente distintos unos de otros, nuestra educación sentimental quedó enmarcada entre las múltiples y opuestas habitaciones, los patios y la azotea de la calle Hospital número 721, El Santuario, Centro, Guadalajara.
Desde que dejé la casa, empecé a imaginar esta película. No tomó otra forma que la de un anhelo hasta que, un par de años después, una de las personas con las que viví en esa casa, murió. Fue justo la que llegó como un torbellino a cambiar la aparente armonía, que nos unió en algo que pareció una familia y que hizo tan significativo ese periodo de nuestras vidas. La desaparición de esa amiga, y la quizá pronta desaparición de la casa, me animaron a empezar.
Siempre me conmovió pensar en la cantidad de historias que han pasado por esa vieja casa. La anacrónica imagen de la vivacidad en una familia de jóvenes empezando sus vidas precisamente sobre ese escenario de decadencia. Pienso en la insignificancia de mi propia historia entre todas las demás, transcurrido casi un siglo desde ese 1927 que alguien grabó sobre la entrada. Me gusta pensar que, junto con la casa, algún testigo se quedó ahí para darle una pizca de importancia a lo que nos ocurrió, quizá un gato. Que a través de sus ojos, la casa y unos pocos de sus habitantes, pudieran permanecer.
Sofía Gómez Córdova
I came to live to an old house in downtown Guadalajara, when I was 21. A cheap room in a once luxurious run down house to share with other youngsters, was very attractive. Even a couple of cats were included, and I always liked cats. Back then, I couldn’t imagine that, after five years, when I left the house, I would be a very different person, and that so many convictions with which I had arrived, would fall down after facing other realities.
The house was already falling into pieces. The love that tenants tend to give is not enough and money is always missing. After decades, the house stopped being important to the owners, in a city where a historical neighborhood is no priority. But for us who recently inhabited it, the tiny ornaments, the old discolored broken tiles, a far date -1927- over the front door, are impressed in our memories as the scenery that saw us becoming adults. All late adolescents, completely distinct one to another, our sentimental education got framed between the multiple and opposed rooms, patios and roofs of Hospital Street number 721, El Santuario, downtown Guadalajara.
Since I left that house, in 2008, I began to think of this film. In an obscure stage. It didn’t take a different shape than a far longing until, a couple of years later, one of the persons who I lived with in that house, died. She was precisely the one who came, like a whirlwind, to change the apparent harmony, who united us like a family and signified for good that house and that time. My friend’s disappearance and, most likely, also the house’s, encouraged me to begin.
I have always been moved by this thought: how many stories have those run down walls counted? By the anachronistic image of the vivacity in five youngsters beginning their lives over that stage. I think about the insignificance of my own story among all the others, after almost a century since that far 1927 that someone engraved over the entrance. I like to think that, together with the house, some aware spectator is still there to give a pinch of importance to what happened to us. Maybe a cat. That, through his eyes, the house and a few of its inhabitants, would remain.
Sofía Gómez Córdova